Sunday, December 12, 2010

María del Buen Suceso

Manifestaciones de María Sma. en Apariciones

a una Concepcionista, Mariana de Jesús Torres

La OIC es una Orden a través de la cual, MARÍA, La Inmaculada, se ha dado cita con nosotros muchas veces a lo largo de los siglos. Aquí nos hacemos eco de las Apariciones que tuvieron lugar en el Monasterio de la Concepción de Quito, en el siglo XVI-XVII

Esta advocación de la Virgen está hoy bastante extendida en ermitas, hermandades, etc. sobretodo en España donde reclama su primer lugar en la Historia, la Virgen del Buen Suceso de Madrid. Su santuario hoy, lo encontramos en la parroquia del Santísimo Corpus Christi y Ntra. Sra. del Buen Suceso de la Calle Princesa, 43. Su tradición se remonta a 1606, cuando dos Hermanos de la Congregación de los Obregones partieron desde Madrid a Roma para pedir al Papa la aprobación de sus Constituciones. En el camino, ya cerca de Castellón les sorprendió una tormenta. Se refugiaron en una cueva y vieron un gran resplandor, descubriendo posteriormente una imagen mariana. María con su Hijo en el brazo izquierdo y el cetro en la mano derecha, con corona y vestidos muy antiguos. Metieron la imagen en un canastillo y siguieron su camino hacia Roma. Cuenta la historia que los Hermanos enseñaron la imagen al Papa Paulo V y éste les dijo: "Buen Suceso habéis tenido", quitándose su cruz pectoral se la puso a la imagen. Desde entonces se le llama del Buen Suceso.
Pero, poco antes de estos hechos, la Madre Buena se aparece a una Concepcionista en Ecuador y se manifiesta como ‘María del Buen Suceso’.


Encontramos una primera Aparición el 2 de Febrero de 1594, cuando Mariana de Jesús Torres, abadesa del Monasterio Concepcionista de Quito, se encuentra en oración, sola en la capilla. De pronto una dulce voz la llama por su nombre. Ella voltea y contempla un hermoso resplandor: una bellísima Señora con un precioso Niño apoyado en el brazo izquierdo, y un báculo en la mano derecha. Mariana un tanto interrogante le pregunta por su identificación. La respuesta no se hace esperar: ‘Soy María de El Buen Suceso, la Reina de cielos y tierra’. Y entre otras cosas le manifestó las pruebas que pasaría la comunidad. La consuela y le dice que el báculo que llevaba en su mano derecha es, ‘porque quiero yo gobernar este mi Monasterio como Prelada y Madre. Satanás quiere destruir la Obra de Dios. Mas no lo conseguirá porque yo soy la Reina de las Victorias y la Madre del Buen Suceso, con cuya advocación quiero hacer en todos los siglos, prodigios...’

A esta se sucedieron muchas otras apariciones de la misma ‘Señora’ en las que recibía muchas luces para si y los demás y conocimiento de acontecimientos futuros tanto sobre su comunidad como sobre otras personas.


En otra ocasión, mientras oraba en la capilla, a las 3 en punto de la madrugada, la Madre Mariana de Jesús Torres, vio la lámpara que ardía en el santuario cerca del Santísimo Sacramento parpadear y apagarse, dejando la iglesia en total oscuridad. Sus sentidos se entumecieron, y vio una luz celestial que iluminaba toda la iglesia. Era la Reina del Cielo quien, después de hacer a la mecha prenderse otra vez, dijo estas palabras a la Madre Mariana: "Amada hija de mi corazón, Yo soy María del Buen Suceso, tu Madre y Protectora" y empezó a explicar los varios significados de que se hubiese apagado la lámpara.

"En el siglo diecinueve, hacia su final, y a través de la mayor parte del siglo veinte, muchas herejías abundarán en esta tierra, que será entonces una república libre. La luz de la Fe se extinguirá en las almas debido a la casi total corrupción de las costumbres. Para entonces habrán grandes calamidades, físicas y morales, públicas y privadas. Las pocas almas que preservarán en la Fe y las virtudes sufrirán cruel e indescriptible congoja, algo así como un prolongado martirio; muchos de ellos irán a la tumba debido a la violencia del sufrimiento y serán considerados mártires que se sacrificaron a sí mismos por la Iglesia y la Nación. Para obtener la libertad de la esclavitud de esas herejías, aquellos a quienes el misericordioso amor de mi Santísimo Hijo haya destinado para tal restauración necesitarán gran fuerza de voluntad, constancia, valor y mucha confianza en Dios. Para probar la Fe y Confianza del Justo, momentos vendrán en que todo parezca perdido y paralizado, pero ellos serán el feliz comienzo de la completa restauración".

"Recen con insistencia, pidiendo a nuestro Padre Celestial que ponga fin a tan malvados tiempos, por el amor del Corazón Eucarístico de mi Santísimo Hijo, y para enviar a esta Iglesia al prelado, mi muy amado hijo, a quien mi Santísimo Hijo y yo amamos con amor de predilección, quien existe para revivir el espíritu de los sacerdotes, por lo que lo dotaremos con habilidades, humildad de corazón, docilidad hacia las inspiraciones divinas, fortaleza para defender los derechos de la Iglesia y un tierno y compasivo corazón para que, como otro Cristo, pueda asistir al grande y al pequeño sin desdén por los más desgraciados que vengan, con dudas y amargura, a buscar la luz de su consejo; y así, con divina suavidad, él podrá guiar a las almas consagradas al servicio divino en los claustros, sin hacer el yugo del Señor pesado para ellos, porque El Mismo dijo: "Mi yugo es dulce y mi carga es liviana". En sus manos será puesta la jerarquía del santuario para que todo pueda ser echo con peso y mesura, y así Dios será glorificado..."

¿Qué significado tienen las “apariciones” en el proyecto de salvación de la fe cristiana?

Por un lado las apariciones auténticas tienen como significado teológico la presencia viva de Cristo en su Iglesia. En el caso de María, también su particular presencia junto a Cristo como Virgen Asunta al cielo.

Las “apariciones” de María pueden ser un medio para confirmar en la fe de la Iglesia, para asegurar su presencia y protección materna, particularmente en ciertos momentos de la historia...

A menudo algunas apariciones de María o la invención de una imagen suya milagrosa tienen un significado eclesiológico en cuanto fundamentan con un hecho sobrenatural la certeza de la presencia de María...

explicó un especialista en estudios marianos y consultor de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe, el padre Jesús Castellano Cervera, ocd - ROMA, jueves, 20 mayo 2004 - ZENIT.org

Revelación pública y revelaciones privadas

Su lugar teológico

Cardenal Ratzinger

La doctrina de la Iglesia distingue entre la ‘revelación pública’ y las ‘revelaciones privadas’. Entre estas dos realidades hay una diferencia, no sólo de grado, sino de esencia. El término “revelación pública” designa la acción reveladora de Dios destinada a toda la humanidad, que ha encontrado su expresión literaria en las dos partes de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Se llama “revelación”porque en ella Dios se ha dado a conocer progresivamente a los hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para atraer a sí y para reunir en sí a todo el mundo por medio del Hijo encarnado, Jesucristo.

No se trata, pues, de comunicaciones intelectuales, sino de un proceso vital, en el cual Dios se acerca al hombre; naturalmente en este proceso se manifiestan también contenidos que tienen que ver con la inteligencia y con la comprensión del misterio de Dios. El proceso atañe al hombre total y, por tanto, también a la razón, aunque no sólo a ella. Puesto que Dios es uno solo, también es única la historia que él comparte con la humanidad; vale para todos los tiempos y encuentra su cumplimiento con la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. En Cristo Dios ha dicho todo, es decir, se ha manifestado así mismo y, por lo tanto, la revelación ha concluido con la realización del misterio de Cristo que ha encontrado su expresión en el Nuevo Testamento.

El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicar este carácter definitivo y completo de la revelación, cita un texto de San Juan de la Cruz: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer cosa otra alguna o novedad”(n. 65, Subida al Monte Carmelo, 2, 22).

El hecho de que la única revelación de Dios dirigida a todos los pueblos se haya concluido con Cristo y en el testimonio sobre Él recogido en los libros del Nuevo Testamento, vincula a la Iglesia con el acontecimiento único de la historia sagrada y de la palabra de la Biblia, que garantiza e interpreta este acontecimiento, pero no significa que la Iglesia ahora sólo pueda mirar al pasado y esté así condenada a una estéril repetición.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice a este respecto: “Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos”(n. 66).

Estos dos aspectos, el vínculo con el carácter único del acontecimiento y el progreso en su comprensión, están muy bien ilustrados en los discursos de despedida del Señor, cuando antes de partir les dice a los discípulos: “Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta... Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros”(Jn 16, 12-14).

Por una parte el Espíritu, que hace de guía y abre así las puertas a un conocimiento, del cual antes faltaba el presupuesto que permitiera acogerlo; es ésta la amplitud y la profundidad nunca alcanzada de la fe cristiana. Por otra parte, este guiar es un “tomar”del tesoro de Jesucristo mismo, cuya profundidad inagotable se manifiesta en esta conducción por parte del Espíritu. A este respecto el Catecismo cita una palabra densa del Papa Gregorio Magno: “la comprensión de las palabras divinas crece con su reiterada lectura”(Catecismo de la Iglesia Católica, 94; Gregorio, In Ez 1, 7, 8).

El Concilio Vaticano II señala tres maneras esenciales en que se realiza la guía del Espíritu Santo en la Iglesia y, en consecuencia, el “crecimiento de la Palabra”: éste se lleva a cabo a través de la meditación y del estudio por parte de los fieles, por medio del conocimiento profundo, que deriva de la experiencia espiritual y por medio de la predicación de “los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad”(Dei Verbum, 8).

En este contexto es posible entender correctamente el concepto de revelación privada, que se refiere a todas las visiones y revelaciones que tienen lugar una vez terminado el Nuevo Testamento...

Escuchemos aún a este respecto antes de nada el Catecismo de la Iglesia Católica: “A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia... Su función no es la de... “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia”(n. 67).

Se deben aclarar dos cosas:

1. La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en efecto, en ella, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de la Iglesia, Dios mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de cualquier otra fe, confianza u opinión humana. La certeza de que Dios habla me da la seguridad de que encuentro la verdad misma y, de ese modo, una certeza que no puede darse en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es la certeza sobre la cual edifico mi vida y a la cual me confío al morir.

2. La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble precisamente porque remite a la única revelación pública.

El Cardenal Próspero Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, dice al respecto en su clásico tratado, que después llegó a ser normativo para las beatificaciones y canonizaciones: “No se debe un asentimiento de fe católica a revelaciones aprobadas en tal modo; no es ni tan siquiera posible. Estas revelaciones exigen más bien un asentimiento de fe humana, según las reglas de la prudencia, que nos las presenta como probables y piadosamente creíbles”.

El teólogo flamenco E. Dhanis, eminente conocedor de esta materia, afirma sintéticamente que la aprobación eclesiástica de una revelación privada contiene tres elementos:

- el mensaje en cuestión no contiene nada que vaya contra la fe y las buenas costumbres;

- es lícito hacerlo publico, y los fieles están autorizados a darle en forma prudente su adhesión (E. Dhanis, Sguardo su Fatima e bilancio di una discussione, en: La Civiltà Cattolica 104, 1953, II. 392-406, en particular 397). Un mensaje así puede ser una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente; por eso no se debe descartar.

- Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma.

El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su orientación a Cristo mismo. Cuando ella nos aleja de Él, cuando se hace autónoma o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor designio de salvación, más importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el interior del Evangelio y no fuera del mismo. Esto no excluye que dicha revelación privada acentúe nuevos aspectos, suscite nuevas formas de piedad o profundice y extienda las antiguas. Pero, en cualquier caso, en todo esto debe tratarse de un apoyo para la fe, la esperanza y la caridad, que son el camino permanente de salvación para todos.

Podemos añadir que a menudo las revelaciones privadas provienen sobre todo de la piedad popular y se apoyan en ella, le dan nuevos impulsos y abren para ella nuevas formas. Eso no excluye que tengan efectos incluso sobre la liturgia, como por ejemplo muestran las fiestas del Corpus Domini y del Sagrado Corazón de Jesús.

Desde un cierto punto de vista, en la relación entre liturgia y piedad popular se refleja la relación entre Revelación y revelaciones privadas: la liturgia es el criterio, la forma vital de la Iglesia en su conjunto, alimentada directamente por el Evangelio. La religiosidad popular significa que la fe está arraigada en el corazón de todos los pueblos, de modo que se introduce en la esfera de lo cotidiano. La religiosidad popular es la primera y fundamental forma de “inculturación”de la fe, que debe dejarse orientar y guiar continuamente por las indicaciones de la liturgia, pero que a su vez fecunda la fe a partir del corazón.

Hemos pasado así de las precisiones más bien negativas, que eran necesarias antes de nada, a la determinación positiva de las revelaciones privadas: ¿cómo se pueden clasificar de modo correcto a partir de la Sagrada Escritura? ¿Cuál es su categoría teológica?

La carta más antigua de San Pablo que nos ha sido conservada, tal vez el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, la 1ª Carta a los Tesalonicenses, me parece que ofrece una indicación. El Apóstol dice en ella: “No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno”(5, 19-21).

En todas las épocas se le ha dado a la Iglesia el carisma de la profecía, que debe ser examinado, pero que tampoco puede ser despreciado. A este respecto, es necesario tener presente que la profecía en el sentido de la Biblia no quiere decir predecir el futuro, sino explicar la voluntad de Dios para el presente, lo cual muestra el recto camino hacia el futuro. El que predice el futuro se encuentra con la curiosidad de la razón, que desea apartar el velo del porvenir; el profeta ayuda a la ceguera de la voluntad y del pensamiento y aclara la voluntad de Dios como exigencia e indicación para el presente. La importancia de la predicción del futuro en este caso es secundaria. Lo esencial es la actualización de la única revelación, que me afecta profundamente: la palabra profética es advertencia o también consuelo o las dos cosas a la vez. En este sentido, se puede relacionar el carisma de la profecía con la categoría de los “signos de los tiempos”, que ha sido subrayada por el Vaticano II: “...sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?”(Lc 12, 56). En esta parábola de Jesús por “signos de los tiempos”debe entenderse su propio camino, el mismo Jesús. Interpretar los signos de los tiempos a la luz de la fe significa reconocer la presencia de Cristo en todos los tiempos. En las revelaciones privadas reconocidas por la Iglesia se trata de esto: ayudarnos a comprender los signos de los tiempos y a encontrar la justa respuesta desde la fe ante ellos.

La estructura antropológica

de las revelaciones privadas

Una vez que con las precedentes reflexiones hemos tratado de determinar el lugar teológico de las revelaciones privadas, debemos aún intentar aclarar brevemente un poco su carácter antropológico (psicológico). La antropología teológica distingue en este ámbito tres formas de percepción o “visión”: la visión con los sentidos, es decir la percepción externa corpórea, la percepción interior y la visión espiritual (visio sensibilis – imaginativa – intellectualis).

Está claro que en las visiones de Lourdes, Fátima, etc. no se trata de la normal percepción externa de los sentidos: las imágenes y las figuras, que se ven, no se hallan exteriormente en el espacio, como se encuentran un árbol o una casa. Esto es absolutamente evidente, por ejemplo, por lo que se refiere a la visión del infierno (descrita en la primera parte del “secreto”de Fátima) o también la visión descrita en la tercera parte del “secreto”, pero puede demostrarse con mucha facilidad también en las otras visiones, sobre todo porque no todos los presentes las veían, sino de hecho sólo los “videntes”. Del mismo modo es obvio que no se trata de una “visión”intelectual, sin imágenes, como se da en otros grados de la mística. Aquí se trata de la categoría intermedia, la percepción interior, que ciertamente tiene en el vidente la fuerza de una presencia que, para él, equivale a la manifestación externa sensible.

Ver interiormente no significa que se trate de fantasía, como si fuera sólo una expresión de la imaginación subjetiva. Más bien significa que el alma viene acariciada por algo real, aunque suprasensible, y es capaz de ver lo no sensible, lo no visible por los sentidos, una especie de visión con los “sentidos internos”. Se trata de verdaderos “objetos”, que tocan el alma, aunque no pertenezcan a nuestro habitual mundo sensible. Para esto se exige una vigilancia interior del corazón que generalmente no se tiene a causa de la fuerte presión de las realidades externas y de las imágenes y pensamientos que llenan el alma. La persona es transportada más allá de la pura exterioridad y otras dimensiones más profundas de la realidad la tocan, se le hacen visibles. Tal vez por eso se puede comprender por qué los niños son los destinatarios preferidos de tales apariciones: el alma está aún poco alterada y su capacidad interior de percepción está aún poco deteriorada. “De la boca de los niños y de los lactantes has recibido la alabanza”, responde Jesús con una frase del Salmo 8 (v.3) a la crítica de los Sumos Sacerdotes y de los ancianos, que encuentran inoportuno el grito de “hosanna”de los niños (Mt 21, 16).

La “visión interior”no es una fantasía, sino una propia y verdadera manera de verificar, como hemos dicho. Pero conlleva también limitaciones. Ya en la visión exterior está siempre involucrado el factor subjetivo; no vemos el objeto puro, sino que llega a nosotros a través del filtro de nuestros sentidos, que deben llevar a cabo un proceso de traducción. Esto es aún más evidente en la visión interior, sobre todo cuando se trata de realidades que sobrepasan en sí mismas nuestro horizonte. El sujeto, el vidente, está involucrado de un modo aún más íntimo. Él ve con sus concretas posibilidades, con las modalidades de representación y de conocimiento que le son accesibles. En la visión interior se trata, de manera más amplia que en la exterior, de un proceso de traducción, de modo que el sujeto es esencialmente copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece. La imagen puede llegar solamente según sus medidas y sus posibilidades. Tales visiones nunca son simples “fotografías”del más allá, sino que llevan en sí también las posibilidades y los límites del sujeto perceptor.

Esto se puede comprender en todas las grandes visiones de los santos; naturalmente, vale también para las visiones de los niños de Fátima, etc. Las imágenes que ellos describen no son en absoluto simples expresiones de su fantasía, sino fruto de una real percepción de origen superior e interior, pero no son imaginaciones como si por un momento se quitara el velo del más allá y el cielo apareciese en su esencia pura, tal como nosotros esperamos verlo un día en la definitiva unión con Dios. Más bien las imágenes son, por decirlo así, una síntesis del impulso proveniente de lo Alto y de las posibilidades de que dispone para ello el sujeto que percibe, esto es, los niños. Por este motivo, el lenguaje imaginativo de estas visiones es un lenguaje simbólico. El Cardenal Sodano dice al respecto: “... no se describen en sentido fotográfico los detalles de los acontecimientos futuros, sino que sintetizan y condensan sobre un mismo fondo, hechos que se extienden en el tiempo según una sucesión y con una duración no precisadas”. Esta concentración de tiempos y espacios en una única imagen es típica de tales visiones que, por lo demás, pueden ser descifradas sólo a posteriori. A este respecto, no todo elemento visivo debe tener un concreto sentido histórico. Lo que cuenta es la visión como conjunto, y a partir del conjunto de imágenes deben ser comprendidos los aspectos particulares. Lo que es central en una imagen se desvela en último término a partir del centro de la “profecía”cristiana en absoluto: el centro está allí donde la visión se convierte en llamada y guía hacia la voluntad de Dios.

Cardenal Ratzinger

Texto extraído del

Comentario al secreto de Fátima

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